Aquél verano decidimos dejar de beber agua y dejar que corra, para que mejore su estado físico. Pero corrió tanto que se perdió y jamás regresó. Así, se produjo la sequía más grande de la historia y la gente sedienta comenzó a arrastrarse por las calles en busca de agua. Mandamos cartas pidiendo auxilio, pero las cartas se perdieron debido a que no conocían el camino y jamás volvimos a saber de ellas.
Intentamos con palomas mensajeras, pero quedaron a medio camino comiendo migajas en una plaza donde se juntaba un club de jubilados.
En medio de la desgracia la conocí a ella. Tan ella que a su paso se levantaban las baldosas para mirarla caminar, las ropas se arrojaban a los charcos para que ella cruzase, dejándose pisar y las farolas le hacían luces al pasar. Las corbatas se anudaban y luego contracturazas se colgaban de los árboles y terminaban con sus vidas, los sacos, buscaban dinero en sus bolsillos para invitarla a tomar algo y las camisetas sudaban al verla pasar. Los relojes atrasaban sus horas para verla pasar una y otra vez por el mismo lugar, las calles al verla se calentaban tanto que se derretía el asfalto y las esquinas la miraban con odio celosas de sus curvas.
Tanto se habló de aquella hermosa mujer que vinieron de todos lados a verla. El rumor dio vueltas por todas las ciudades y cuando regresó trajo consigo al agua ansiosa de bañar a esa mujer y hasta las cartas volvieron de la mano de la policía, que las halló tiradas en la basura, revolviéndola, muertas de hambre buscando alimento.
Fue el verano más caluroso, pero también el más inolvidable. Por fin, cuando todo volvió a la normalidad ella se fue y de tristeza dejamos de beber… mejor suelten el agua, que salga a correr.
sábado, 9 de mayo de 2009
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