Sobre lo que no se quiere ver
Pobre hombre anulado que no se permite ver más allá de lo que le dicen sus ojos, lástima que sus ojos hace años que no le dirigen la palabra, se pelearon hace mucho y ya no recuerdan porqué. Así, sus ojos permanecen mudos como un eremita en la soledad de las montañas, ojos que no dicen nada, se dejan ver, pero no se dejan llegar, se corren, evitan, no se dejan conocer, viven quien sabe donde, muy lejos, se mudaron hace mucho y dejaron dos cáscaras de algún retoño que alguna vez floreció pero se secó hace tiempo. Habla con la imagen de su espejo, porque está convencido de que no es él, así se desconoce. Su piel parece pesarle, cuelga, como si quisiera caerse de su cara y encontrar en los huesos el lugar donde se esconde. El tiempo arrugó sus manos de tanto usarlas y ahora han quedado inservibles. Se toca, pero no se siente, no sabe si se toca a él o a alguien que está cerca suyo. No entiende porque esos ojos que no hablan a veces se llenan tanto de agua que comienzan a rebalzar y le mojan la alfombra. Una vez escuchó hablar de la tristeza y pidió por favor que jamás se la presenten. Se alegró durante mucho tiempo de no haberla conocido, hasta que se dio cuenta que se había escuchado a él mismo y que en realidad nunca había conocido otra cosa que no fuera la tristeza, porque era tan parte de él como sus ojos que no hablaban, como su piel que le pesaba y como su imagen del espejo, que ignoraba
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