martes, 21 de abril de 2009

Doctor Podrido


Hay que amputar dijo el doctor, severo y clavándome la mirada luego de revisar mi pierna derecha. Doctor es un calambre, respondí presuroso, yo había venido a visitarlo por un cuadro gripal.
Era demasiado tarde.
Tenía que volver a casa antes de las 8 y el doctor no se dejaba convencer. La enfermera era gorda, tenía el torso desnudo, un andar pesado, y una capucha en la cabeza. Y la conocí al instante, nunca la había visto pero la conocí rápido…su manera de tomar el hacha.
Métase el termómetro en el orto, le dije retirándome. Métamelo usted, desafió. Abrió un cajón con total paciencia, apuró una mano en su interior y sacó un termómetro fino de mercurio que dejo arriba de la mesa con total mesura, como quien deja un becerro sobre una tabla de lavar para recibir el mes de noviembre.
La mano del cajón nunca salió, a su severo rostro comenzó a sangrarle levemente la nariz, y así es como me miraba fijo.
La enfermera obstruía la puerta con su deformidad y el médico me intimaba con el muñón, a todo esto la mano del doctor en el cajón había comenzado a impacientarse por la tensión y se golpeaba contra la cajonera como una rata rabiosa.
Nunca había visto un culo de hombre así tan disponible y peludo, la dilatación era realmente importante. Además tenía ciertas elevaciones por debajo de las nalgas, algo así como unas protuberancias anales que sudaban.
No puedo hacerlo, dije y volví a dejar el objeto sobre la mesa. El doctor humillado, desnudo y en cuatro patas sobre el escritorio, me regaló una mirada por encima del hombro, yo no me había percatado que era tan narigón, y con gesto de fastidio recuperó la verticalidad para indicarle a la enfermera que me mate.
La gorda actuó inmediatamente y le esquivé un hachazo que me rozó el pecho. La gambeta me costó el suelo por lo que tuve que recuperarme rápidamente. Otro zarpazo aconteció contra mi persona pero yo ya había ganado un rincón donde pivoteaba temeroso pero seguro. Había calculado el viento y en esa habitación no había, pero también hube advertido el movimiento pesado de la enfermera y su cadencia rota. La velocidad siempre gana sobre la fuerza pensé y después seguí pensando: tal vez el doctor no quería que yo le introdujese el termómetro por el ano, sino que en realidad anhelaba mi miembro viril en su disponible y lasciva cavidad. Todo, mientras una señora gorda miraba desde la puerta con un hacha en la mano. Y no pude menos que enternecerme.
Pedí disculpas por el mal entendido a viva voz y huí con vergüenza adolescente, una vez más.
Querido diario:

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