domingo, 5 de abril de 2009

El amor que chorrea (Por Lucas Ablanedo)


El amor que chorrea
Desde la primera vez que la vi comencé a secretar baba sin parar. Tanta, que ya era difícil caminar por mi casa sin tener que llevar puesto botas y piloto. Así, mi vida se tornó complicada debido a que mi ropa, mi auto y mis papeles del trabajo vivían empapados y ni hablar de los días de humedad o de lluvia, se hacía imposible secarlos. Por otro lado viajar en colectivo, en taxi o simplemente ir a comer aun restaurante me ameritaba insultos, muecas de desagrado y la terminante prohibición de volver a entrar.
Poco a poco comencé a arrastrarme por aquella mujer hacía todo lo que me pedía, claro que el hecho de arrastrarme hacía todo más lento y cuando me decía que fuera a comprarle algo al kiosco no sólo tardaba horas sino que volvía hecho una bola de mugre empapada obviamente en baba.
La gente de trabajo me decía que dejara de arrastrarme por ella, pero el miedo a perderla era más fuerte que las ampollas que empezaban a salirme en el cuerpo. Así, mis compañeros comenzaron a burlarse de mí y a llamarme babosa. Tanto me llamaron babosa que comencé a alejarme paulatinamente de la sal gruesa sintiendo un terror inexplicable por la misma mientras que se despertaba a la par un amor inconmensurable por la naturaleza, más específicamente por las plantas.
Lejos de molestarle a ella verme tirado en el sillón envuelto en mugre, repleto de baba y comiendo ruidosamente, ella alegaba que era bastante parecido a lo que sus amigas le contaban de sus maridos.
Sin embargo los problemas en la pareja comenzaron a venir cuando empecé a encontrar irresistibles sus malbones, sus alegrías del hogar y los sabrosos jazmines del país. Las peleas eran cada vez más fuertes así que decidí abandonar mi dieta naturista por el bien de la pareja. Empero en las madrugadas me levantaba y haciendo el menor ruido posible me arrastraba hasta el jardín, abría la puerta de vidrio y una vez adentro se me hacía imposible resistirme a aquel sinfín de delicias y engullía los sabrosos helechos, las suculentas calas y las deliciosas hortensias. Pero no todo era color de rosas, ya que al terminar la culpa me consumía, entonces, me arrastraba rápido hasta el baño para vomitar todo… sí, me transformé en una babosa bulímica.
Esta situación continuó unos meses, hasta que ella comenzó a sospechar de la baba que encontraba por las mañanas en el living y los agujeros que aparecían en las hojas de las plantas. Comenzó a odiarme con todo su corazón y pasó semanas sin hablarme hasta que un mediodía llegó a casa con una bolsa gigante. Me ignoró toda la tarde en la noche sucedió… se levanto mientras dormía y arrastró la bolsa hasta la habitación. Escuché su ruido, ese ruido tan peculiar que diferencia la sal fina de la gruesa y antes que pudiera reaccionar la descargó sobre mí. Se volvió a acostar como si nada y durmió tranquilamente pese a mis gritos. Por la mañana ya derretido me envolvió en la sábana y con frialdad me enterró en el jardín, debajo de las alegrías del hogar.

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